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domingo, 14 de julio de 2019

USCG: Drugs Boat... Abordando lobos narcos

Captura en alta mar: el impactante momento en que la Guardia Costera interceptó a un narcosubmarino con toneladas de coca

La droga hallada tiene un valor de USD 232 millones; las autoridades también detuvieron a cinco hombres
Infobae



El momento en que la Guardia Costera detuvo un submarino con traficantes de droga en el Pacífico (Video: Guardia Costera)


Miembros de la Guardia Costera de los Estados Unidos descubrieron y aseguraron un "narcosubmarino" que en su interior tenía cerca de 17,000 libras (cerca de 7 toneladas) de cocaína con un valor de USD 232 millones. La acción fue grabada en un dramático video que fue difundido este jueves.

En el clip de un minuto de grabación puede verse a cómo los agentes interceptan la pesada nave acuática como parte de un operativo realizado frente a las costas de San Diego, California.

El jefe de la operación, a bordo de la embarcación de la Guardia Costera, es quién en el video indicó a los narcotraficantes que detuvieran la marcha, justo antes de que el resto del equipo salte hacia el vehículo.


En el clip de un minuto de grabación puede verse a cómo los agentes interceptan la pesada nave acuática (Foto: captura de pantalla)

"Detén tu bote, ahora", ordenó el oficial, mientras los demás oficiales graban el momento y se preparan con sus armas y sus gafas de visión nocturna.

Ya arriba del submarino, los oficiales forcejean para romper la escotilla de la que sale uno de los presuntos delincuentes.

El narcosubmarino fue detectado cuando navegaba cerca de la embarcación de la Guardia Costera que se encontraba en aguas del océano Pacífico Oriental.


El jefe de la operación, a bordo de la embarcación de la Guardia Costera, es quién en el video indicó a los narcotraficantes que detuvieran la marcha. (Foto: captura de pantalla)

De acuerdo con las autoridades norteamericanas, en esta nave acuática fueron halladas 17,000 libras (caerca de 7 toneladas) de cocaína con un valor de USD 232 millones y se detuvieron a cinco hombres que se encargaban de transportar la droga por aguas internacionales.

Esta operación fue realizada el pasado 18 de junio aunque las autoridades apenas difundieron el video e información al respecto.

Un portavoz del Área del Pacífico de la Guardia Costera de los Estados Unidos, Stephen Brickey, señaló para CNN que desde hace cuatro años han notado la incursión de narcosubmarinos en la forma de contrabandear droga.


En esta nave acuática fueron halladas 17,000 libras (caerca de 7 toneladas) de cocaína con un valor de USD 232 millones. (Foto: captura de pantalla)

Explicó que construir una nave así es demasiado caro, además de que debe hacerse en la jungla para evitar ser sorprendidos.

"La mayor parte de la embarcación está bajo el agua, por lo que es difícil de distinguir. Están pintados de azul. Coinciden con el agua", dijo para CNN.

"Son como la ballena blanca. Son bastante raros. Para nosotros conseguir uno, es un evento significativo", agregó en entrevista con The Washington Post.

Este narcosubmarino es uno de los 14 interceptados frente a las costas de México y Centro y Sudamérica, durante mayo y junio por miembros de la Guardia Costera de EEUU.


Los oficiales forcejean para romper la escotilla de la que sale uno de los presuntos delincuentes.
(Foto: captura de pantalla)

En estos operativos se han decomisado cerca de 39,000 libras de cocaína y 933 libras de marihuana con un valor de USD 569 millones.

Además se detuvieron a 55 presuntos contrabandistas. Las autoridades federales decidirán quienes serán juzgados en EEUU y quienes serán entregados a las autoridades internacionales para que sean procesados por su país de origen.

El vicepresidente de los Estados Unidos, Mike Pence, declaró: "No se equivoquen al respecto, Coasties, su servicio valeroso está salvando vidas estadounidenses".

Ésta es una de las seis nuevas embarcaciones de vanguardia que se agregaron recientemente a los vehículos de la Guardia Costera, informó NBC News. El 70% de la flota son naves de resistencia media y en su mayoría tienen más de 50 años de funcionamiento.

martes, 11 de septiembre de 2018

Tácticas de combate naval en buques de vela

Batalla naval. Tácticas y combate naval en la era de la vela

Todo a Babor



Batalla naval del primero de junio, 1794. Por Nicholas Pocock. National Maritime Museum, Greenwich, Londres, Macpherson Collection.

La batalla naval en la era de la vela

Una batalla naval se da entre una escuadra de buques y otra enemiga, o varias aliadas. Un combate naval es lo mismo, pero se suele hablar de este tipo cuando los combates marítimos son entre unidades.

La era de la vela es una denominación genérica que suele englobar varios siglos, donde el uso de la vela como propulsión exclusiva de los barcos alcanzó su máximo apogeo y esplendor. Suele referirse al periodo comprendido entre 1650 a 1860, cuando el vapor se impuso finalmente a la vela.

Hasta ese momento los buques a vela se enfrentaban en las batallas navales con diferentes tácticas, siempre teniendo en cuanta las maniobras que un buque de vela podía realizar. El viento, por tanto, era el elemento clave que había que aprovechar para llevar a buen término cualquier enfrentamiento naval.

Tácticas navales más importantes

Para utilizar un navío de línea en toda su potencia artillera era necesario formar la línea de combate. Esta consistía en colocar los navíos en línea, unos detrás de otros en sucesión, en apretada formación, para lanzar así toda la carga artillera sobre el enemigo, que también se batía en una línea similar en paralelo. Esta, al menos, era la táctica más utilizada durante la época a la que nos referimos.


Clásica línea de combate en una batalla naval de la época de la vela
Ilustración de Todo a babor.

En la imagen superior tenemos una clásica línea de combate entre dos escuadras que se baten en paralelo. Los combates de este tipo no solían ser concluyentes y quedaban casi siempre como un mero duelo artillero sin excesivas bajas personales o materiales. Cuando una de las dos escuadras se encontraba en peor estado simplemente huía.

Cortar la línea enemiga

Cuando a mediados del siglo XVIII los británicos, principalmente, empezaron a cortar la línea enemiga para envolver así su retaguardia y batirlos en superioridad numérica, fue cuando las batallas navales se hicieron más encarnizadas. Esta táctica necesitaba que la escuadra se acercase en un principio en perpendicular al enemigo, debiendo eso sí  soportar el fuego en hilera de los buques que se iban a atravesar.

Pero una vez cortada la línea la escuadra atacante podía batirse en unas condiciones muy ventajosas. También es verdad que los británicos sacaron mayor tajada de esta táctica cuando los españoles y franceses estaban en su peor momento y no tenían tripulaciones experimentadas, y por tanto sus líneas de combate eran mediocres, lo que dificultaba la eficaz defensa que hubiera proporcionado una sólida línea de combate. Antonio de Escaño decía que en igualdad de condiciones en las tripulaciones, la línea de combate en una batalla naval prevalecía sobre un ataque destinado a cortarla.


Táctica naval de cortar la línea de buques enemigos
Ilustración de Todo a babor.

En la imagen superior tenemos un esquema con el ataque de una escuadra que intenta cortar la línea de combate de otra escuadra. Si la línea está bien formada (A) con los buques en apretada formación, harán de muro frente al ataque en perpendicular y podrían llegar a desbaratar tal ataque. Sin embargo, si los buques no son capaces de formar una línea sólida (B) será muy difícil evitar que los navíos se cuelen por entre los grandes huecos que dejan los navíos y doblen la línea. Esto es lo que pasó en la batalla naval de Trafalgar.

Las averías sufridas por los buques de guerra son variables y dependen de la táctica empleada:

El tiro para desarbolar

Se refiere a la destrucción de la arboladura y de los aparejos del buque opuesto para ponerlo en dificultad o en la imposibilidad de maniobrar. Esta táctica era la más utilizada por la Real Armada pero no reduce la capacidad destructora del otro barco y no provoca más que pérdidas ligeras. Está considerada como la principal causa de las derrotas marítimas españolas y francesas, que también seguían la misma táctica.

Con el disparo a la arboladura se buscaba acabar con la posibilidad de maniobra y desplazamiento del buque enemigo, para después seguir disparando a placer o buscar el abordaje.

El tiro al casco

Disparo a la altura de las baterías, busca la destrucción de la artillería, del material y de los artilleros enemigos. Esta táctica era la preferida por los británicos. Los disparos al casco ocasionaban una lluvia de astillas y escombros descontrolados que originaban más bajas que el propio impacto de la bala en sí. A poca distancia (a tocapenoles) los disparos a bocajarro con balas, o incluso doble bala, podían ser devastadores.

Los disparos al alcázar, castillo y toldilla se hacían con munición de metralla, al estar menos protegidas que las baterías interiores, lo que podía ocasionar una gran mortandad si la tripulación atacada estaba agrupada. Normalmente antes de efectuar un abordaje se disparaba con metralla para “despejar” la zona. A la vez, para rechazar un abordaje se utilizaba también la misma táctica.


El tiro bajo la línea de flotación, o a la “lumbre del agua” de la embarcación

Es de una eficacia relativa. La bala puede atravesar la muralla de madera, pero las fibras de la madera tienden a enderezarse después de su paso y el carpintero y sus ayudantes pueden reparar prontamente la avería. En contra de lo que pueda parecer, era muy difícil hundir un buque a cañonazos en combate, ya que además del gran aguante del casco había situados en ambas bandas del sollado, y junto a los costados, existían unos pasillos que corrían de popa a proa, llamados callejones de combate. Por ellos se desplazaba la dotación libremente durante el combate y se facilitaba el reconocimiento de los costados y la reparación de los balazos a la lumbre del agua a cargo de los carpinteros y calafates.

El tiro en hilera, o enfilada

Es el tipo de disparo más buscado en una batalla naval. La maniobra consiste en pasar sobre la proa o la popa del adversario, que era la zona más vulnerable de un buque, donde había muy poca protección, y fulminarlo con toda su artillería sin que éste pueda replicar. Además, las balas pueden atravesar al enemigo sobre toda su eslora, causando todavía más daños.


Ataque por enfilada de la popa o la proa
Ilustración de Todo a babor.

En la imagen superior tenemos varias formas de enfilada. La imágen A nos muestra el ataque a un sólo oponente. En la imágen B atacando a dos oponentes al traspasar una línea de combate. En las dos formas el enemigo prácticamente se encuentra indefenso.

Una vez que el navío ha podido tomarle en enfilada y ocasionarle graves daños, se busca situarse por la aleta (o amura en su caso) donde poder seguir cañoneando a placer (imagen superior A). Si el buque atacado pierde el timón o es desarbolado no podrá ni siquiera maniobrar para presentar su costado y se encontrará en serios aprietos, que normalmente conducen a la rendición del navío.


Ataque de enfilada a la proa de un navío enemigo. Batalla naval entre el navío francés Droits de l’Homme y las fragatas británicas HMS Indefatigable y Amazon, 13, 14 de enero de 1797. Pintura de Léopold Le Guen.

Dentro de una batalla naval

En el momento de avistar un barco enemigo, se toca a zafarrancho de combate. El capitán de Navío, cuando era un navío de línea, se colocaba en la toldilla junto con varios oficiales y guardamarinas. Estos últimos se ocupaban de observar continuamente las señales provenientes del buque insignia y comunicarlo inmediatamente a sus superiores.

También eran los encargados de seleccionar las banderas de señales para izarlas cuando el Comandante lo ordenaba. El segundo comandante (un Capitán de fragata en un navío de línea) ocupaba su puesto en el castillo de proa, en el lado opuesto del buque, para evitar que el fuego enemigo matara a la vez a los dos mandos principales del barco.

Si el Capitán de Navío moría, o tenía que dejar el mando por estar herido, entonces el Capitán de Fragata ocupaba el puesto de este en la toldilla, y así sucesivamente en la cadena de mando del barco. Podía pasar, como el caso del navío “Montañés” en Trafalgar, que por la muerte de los dos Capitanes se hiciera cargo del buque un Teniente de Navío.

Según decidiera el comandante del buque las embarcaciones menores podían ser echadas al agua antes o durante el combate, pero estas debían estar preparadas para ser utilizadas en cualquier momento. Las ordenanzas de 1793 dicen al respecto:
Igualmente será del cargo del contramaestre tener zafos y prontos los calabrotes para remolque, y estar preparado a echar a la mar las embarcaciones menores, y que sus patrones tengan en ellas los remos, timón y cabos de remolque: y si se llevase algun bote al agua por la parte opuesta al fuego, se le dará doble amarra, y se destinarán dos hombres a su custodia y cuidado de que no golpee contra el costado, y zafar los destrozos de maniobra que cayeren en el. Y se tendrá en el bote algun repuesto de planchas de plomo, tapabalazos, estopa, masilla, cuero, clavos y estoperoles, para el pronto reparo de cualquier urgencia.
Las hamacas entonces son retiradas de los puentes y colocadas en las batayolas de la cubierta superior para dar una cierta protección contra la metralla, las balas de mosquete y las astillas de madera. Además se repartía entre la marinería armas blancas y de fuego, para los abordajes o para rechazar los del enemigo.

Los hombres de las baterías se protegen también la cabeza con una especie de “turbantes” hechos de trapos para evitar que las astillas proyectadas les impacten en la cabeza, o se despojan de la camisa, para evitar que una herida por astilla o bala de fusileria se introduzca en el cuerpo con restos de ropa, lo que podía provocar una fatal infección.

Además, se echaba arena por las cubiertas para no resbalarse con la sangre.

En las baterías de cañones

Las portas son abiertas, y los cañones son cargados. Esta maniobra es la más compleja. La carga por la boca necesita hacer retroceder los cañones. Un cartucho de pólvora es introducido en el interior del cañón, con la cantidad de pólvora ajustada a lo que se pretende, es decir, mayor carga para lanzar el proyectil más lejos o cuando había dos balas en vez de una sola, luego una bala es introducida, posteriormente se introduce un taco para sujetar la bala y que no se desplace con el balanceo del buque.

El cabo de cañón ajusta la altura mediante una cuña que se encuentra en la parte inferior de la pieza, según el objetivo si era a la arboladura o al casco se tenía más o menos inclinación. La mecha es encendida en el oído del arma, que contiene una pequeña cantidad de pólvora para poder hacer ignición en el cartucho del interior del ánima, con el botafuego (en el siglo XIX se sustituye este mecanismo inseguro por los tirafrictor o llaves de fuego, que consistían en unos mecanismos que aplicaban una chispa cuando se tiraba de un cordón, siendo más fiables y rápidos), y hace saltar la carga de pólvora, impulsando la bala al exterior.

Una llama brota de la boca, una detonación fuerte resuena y la cureña retrocede con violencia, siendo detenidos por los aparejos, y los cables de cáñamo que retiene el cañón a cada lado de la porta. Dos sirvientes frenan el cañón, gracias a unas palancas llamadas espeques que ejercen en las ruedas, y se aprovecha esta inercia del disparo para cargar de nuevo.


Disparo de un cañón naval. Ilustración de Todo a babor.

La operación de carga es renovada después de la limpieza del interior y de las pavesas, con un escobillón mojado en agua para evitar que queden restos que puedan hacer explotar por accidente el siguiente cartucho de pólvora y ocasionar un grave desastre.

Pajes y grumetes jóvenes (muchos de los cuales tenían sólo 10 u 11 años) corrían a la Santa Bárbara en busca de más cartuchos de pólvora, en un ir y veir continuo y agotador. Tras la nueva carga, el cañón es devuelto en batería gracias a los espeques y aprovechando el cabeceo del buque para poder mover tan pesado artefacto.

Para el manejo de un cañón de 24 libras se necesitaban normalmente una decena de artilleros, que también se ocupaban del cañón opuesto de la otra banda cuando hacía falta. Los cañones de menor calibre necesitaban, proporcionalmente, menos sirvientes. En caso de disparar las dos bandas al mismo tiempo los artilleros se repartían, disminuyendo por tanto la cadencia de disparo. Pero el disparo a dos bandas sólo solía darse en contadas ocasiones. Había que tener cuidado cuando el cañón era disparado repetidamente, ya que podía llegar a reventar debido a la alta temperatura, por eso solía ser refrescado cada cierto tiempo con agua

En otras ocasiones el estado de la mar hace que sea imposible utilizar las baterias más bajas, ya que el oleaje penetra por las portas, con el evidente peligro que ello supone, y hay que hacer uso de sólo la batería más alta (en caso de un navío de línea), con la pérdida de potencia de fuego que eso supone.

Mantener la cadencia de tiro supone a los artilleros conservar su sangre fría. El ruido, el calor, el humo, la proximidad del adversario, las astillas, los gritos de los heridos y de los agonizantes transforman las baterías en un infierno. Además, el navío que se encuentra a sotavento sufre las incomodidades de llenarse las baterías con humo tras los disparos, y rescoldos a veces incendiados que tienen que ser apagados prontamente, mientras que el navío de barlovento encuentra sus baterias tras el disparo sin estos perjuicios.

Al abordaje (o rechazar uno)

Algunos infantes de marina y marineros provistos de mosquetes se subían a las cofas o vergas del buque para tener una posición elevada y ventajosa a la hora de ejercer de tiradores, en busca de oficiales y artilleros de la cubierta del navío enemigo. Otros infantes se organizaban para los trozos de abordaje de los marineros para darles cobertura, o bien bajaban a las baterías interiores para disparar por las portas de los cañones cuando estos se retiraban para cargar de nuevo, buscando acabar con los artilleros de las baterías del enemigo.

El trozo (grupo de hombres) encargado del abordaje solían ser marineros e infantes, que tras el despeje de la cubierta enemiga por medio de la artillería del alcázar o castillo y que batían con metralla, se lanzaban al buque contrario para intentar la rendición por medio del ataque cuerpo a cuerpo. Para ello se utilizaban granadas, picas, pistolas, mosquetes, sables y hachas de abordaje.


Infantería de marina española de finales del siglo XVIII. Dibujo de Javier Yuste.

La rendición del buque enemigo

Cuando un buque, ya sea tras un abordaje o por el uso de la artillería, se rendía en una batalla naval, el pabellón nacional era arriado y encima de el se colocaba la nueva bandera del apresador. El Capitán, o el oficial de mayor rango con vida, rendía su buque a un oficial enemigo, entregándole su espada como gesto simbólico de este acto.


Fragata británica apresada por un navio español. Pintura de Carlos Parrilla.

El buque apresado entonces pasaba a ser mandado por el oficial de presa, que solía ser un Teniente de navío u otro oficial de menor rango, más medio centenar de hombres para marinarlo a puerto amigo. Los prisioneros eran bajados a las bodegas del navío y selladas las escotillas, con vigilancia. Podía pasar que la tripulación prisionera, aprovechando alguna ventajosa circustancia, se apoderara de nuevo del navío, represándolo y tomándo como prisioneros a los antiguos captores. Por eso los oficiales prisioneros eran normalmente llevados al buque apresador, donde estarían más controlados.

Tras cualquier combate el oficial de mayor rango del buque debía hacer un informe indicando de forma precisa, siempre que fuera esto posible, cualquier incidencia en la batalla y su resultado, incluído el número de muertos como de heridos así como los daños sufridos en su buque.

Para rendir el propio navío había que tener, por Ordenanza, una reunión de los oficiales principales para evaluar si el estado del navío y las bajas en la tripulación así lo exigían.

La rendición de un navío debía suponer la última opción posible para un Capitán tras agotar todas las demás posibilidades y esfuerzos por no rendirse, ya que de no ser así podía enfrentarse a un consejo de guerra, tras la obligatoria investigación que se realizaba cuando un buque se había rendido, y costarle el cargo, con la deshonra que ello suponía, o penas privativas temporales.

Si un Comandante de un buque se rendía tras la imposibilidad de sostener el combate, bien por falta de hombres o porque el estado del barco no daba para más, los oficiales no tenían nada que temer en el consejo de guerra. Por ello, normalmente, cuando un navío de línea se rendía quería decir que la mortandad en su tripulación era enorme y que el buque quedaba en muy mal estado.

El horror de un combate naval

Los combates pueden prolongarse durante más de diez horas. Son espantosos. La imposibilidad de huir hace que las batallas navales sean encarnizadas, intensas: hay que vencer o morir.

Las heridas que presentan los hombres pueden ser atroces. Pueden morir aplastados por el peso del cañón que retrocede tras el disparo y se suelta de sus amarres, atropellando a cuanto desprevenido encuentra a su paso; o reventados por la explosión de un cañón defectuoso o con mucho uso seguido.

El contácto de la bala de cañón enemiga con el casco puede crear una lluvia mortífera de astillas, que puede dejar a un hombre desangrado en cuestión de minutos. O tuerto por alguna astilla perdida y con fatal destino. Una bala de cañón que impacte directamente en un hombre llega a tal velocidad que arrancará de cuajo la parte del mismo que encuentre a su paso.

No es raro morir descabezado y tras la batalla se pueden ver despojos y miembros humanos por doquier, y no digamos el daño que puede ocasionar una palanqueta, el Victory de Nelson sufrió nueve muertos por el disparo de una sóla de estas palanquetas disparadas desde el Santísima Trinidad.

La metralla “fusila” a todo aquel que tenga la mala fortuna de ponerse a tiro. Si hubiera un abordaje las hachas, sables y demás armas blancas producen heridas tan terribles que muchos mueren desangrados tras cortes traumáticos de manos, gargantas y otros cortes en el cuerpo. Y por si el fuego enemigo fuera poco, quedan los aplastamientos por caída de escombros, como vergas, cabos, y demás material de las arboladuras que caen a las atestadas cubiertas. Un mástil que se viene abajo en cubierta puede aplastar a una veintena de hombres en un momento y llegar del impacto a la primera batería.


El HMS Belleisle tras la batalla naval de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805. Este fue el buque británico que quedó en peor estado de su flota. Los estragos de los combates navales quedan expuestos en esta pintura de William Lionel Wyllie.

Los muertos en pleno combate son lanzados por las portas para evitar que obstaculicen las baterías y los heridos son evacuados a la enfermería, apartada del puente y bajo el nivel del mar, para evitar para que sus gritos trunquen el espíritu de los combatientes.

La cámara baja es pintada en rojo para que la sangre quede algo más disimulada. El cirujano se limita primeramente a cuidados urgentes en tanto que los heridos afluyen. En las horas que siguen, practica intervenciones en un lugar impropio a todo acto medical, con los limitados medios de a bordo.

Estas intervenciones se efectúan por supuesto en ausencia de toda asepsia y sin anestesia. La pérdida del conocimiento del operado es a veces buscada gracias a una sangría o con empleo de alcohol, con el fin de ahorrarle sufrimientos. Las amputaciones son frecuentes, y las posibilidades de supervivencia de los heridos más graves son escasas, debido a las terribles infecciones en tan insalubres condiciones.

Tras el combate los muertos eran envueltos en sus hamacas y lanzados al agua con una bala de cañón como lastre, tras una breve ceremonia religiosa oficiada por el capellán.

Esto es lo que se daba en una batalla naval de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Si ya la vida normal en la mar era dura, súmese la de un combate marítimo y tendremos seguramente uno de los peores escenarios bélicos a los que se podía enfrentar un hombre de aquella época.

viernes, 14 de julio de 2017

Guerra de 100 años: La brutal guerra naval

La brutal realidad de la guerra naval en la guerra de los cien años


Andrew Knighton | WHO


La victoria inglesa en la Batalla de Sluys asegura que la Guerra de los Cien Años tendrá lugar en las tierras de Francia.


La guerra en el mar en la Edad Media podría ser un negocio terrible. Más que un combate de fuego entre los barcos, consistió en acciones feroz del embarque con el cuarteto dado. La Guerra de los Cien Años (1337-1453) se recuerda sobre todo por las batallas terrestres famosas como Agincourt, pero la lucha en el mar también era vital.

¿Por qué era importante la guerra en el mar? ¿Qué esperaba ganar cada lado? ¿Y qué lo hizo una parte tan brutal de la guerra?

Suministros y piratería - Por qué la guerra en el mar

Al comienzo de la Guerra de los Cien Años, el Rey de Inglaterra no gobernó una nación insular. En cambio, fue el monarca de los restos del Imperio Angevino, que incluía Inglaterra, Gales y zonas de la Francia moderna.

El comercio era una parte vital de la economía inglesa y una parte que dependía de los viajes marítimos para llegar a los mercados continentales, donde los comerciantes ingleses realizaban sus ganancias vendiendo lana. Los viajes marítimos también eran necesarios para que el rey pudiera abastecer sus territorios continentales y proseguir una guerra en territorio francés.

Además, la piratería era un problema para los comerciantes ingleses. Además de los piratas que participaban en actos de robo independientes, estaban los patrocinados, oficialmente o no oficialmente, por la corona francesa. El más infame pirata del siglo XIV, John Crabb, fue capturado cinco años antes de que comenzara la guerra. Pero sus contemporáneos siguieron plagando la navegación inglesa.

Los ingleses necesitaban controlar los mares si querían mantener su comercio y su imperio, y derrotar a los piratas. Los franceses trataron de dividir ese imperio aplastando las flotas inglesas.


Principales ataques a Inglaterra por las flotas mixtas castellano-francesas, comandadas por los almirantes Fernando Sánchez de Tovar y Jean de Vienne, entre 1374 y 1380, durante la Guerra de los Cien Años. Por Luis García (Zaqarbal) - CC BY-SA 3.0


Objetivos de los dos lados

Desde el principio, Francia continuó su política de los últimos cien años, empujando desde París para controlar cada vez más de la costa. Algunas ciudades eran particularmente importantes: los astilleros de Rouen y Harfleur, la base naval de La Rochelle, el puerto clave de Calais.

Pero el control de la región costera en general era importante, ya que era donde se reclutaba a los marineros. El control de los litorales dio a cada lado los recursos humanos para controlar esas costas - un ciclo virtual para los líderes involucrados.



Hugues Quieret, comandó la flota francesa en la Batalla de Sluys en 1340. Charles Émile Seurre - CC BY-SA 1.0

La captura de los mismos objetivos modeló el pensamiento inglés y la forma en que lucharon en el mar. Pero mientras que los franceses estaban a menudo en la posición defensiva en tierra, Inglaterra, como el poder más dependiente de los mares, se puso a la defensiva allí. Los comerciantes, las líneas de suministro y las flotas pesqueras tenían que ser defendidos.

Las flotas

La base para las flotas fue puesta en los años antes de la guerra. Phillip IV de Francia, viendo la necesidad de la guerra contra los ingleses en el mar, construyó astilleros en Rouen. Eduardo II de Inglaterra, rey generalmente recordado por sus fracasos, agregó a la colección de galeras de su padre con más naves reales.

A pesar de ello, ninguna de las partes tenía una flota sustancial al comienzo de la guerra. Su solución a la escasez de barcos era tomarlos de civiles.

La requisición de buques civiles no era popular. Los propietarios no fueron compensados ​​por las oportunidades perdidas mientras carecían de sus barcos. No fueron reembolsados ​​si el buque fue dañado o perdido. Las modificaciones, tales como la adición de los castillos delanteros y posteriores, podrían dejar el barco inadecuado para su trabajo original.


La batalla de Arnemuiden, septiembre de 1338.

Gran parte de la flota inglesa estaba formada por engranajes, barcos de alto costado adecuados para transportar hombres y provisiones a través de los mares. Los franceses pusieron más énfasis en las galeras, barcos de fondo plano que a menudo tenían remos y velas. Gracias a su carencia de quillas, las galeras podrían ser utilizadas cerca de tierra. Eran ideales para interceptar embarcaciones enemigas, haciéndolas útiles para atacar los engranajes más engorrosos.

La aristocracia fue entrenada para la guerra en tierra, no en el mar, y tenían mucho menos apego a compromisos navales. Esto se refleja en la baja prioridad que estas luchas fueron dadas en las crónicas de la época. Esto cambió un poco en Inglaterra bajo el rey Henry V, que reconoció la importancia de la flota y trató de reforzarla. Pero su muerte temprana devolvió la guerra naval al fondo de la pila prioritaria.

Los horrores del combate



Una miniatura de la batalla de Sluys de las crónicas de Jean Froissart, siglo XIV.

Luchar en los barcos era como luchar en tierra, excepto más aquilombado, más brutal, y con poca perspectiva de retirada.

Los cañones no eran todavía una parte significativa de la guerra naval, y así casi todo se reducía a las acciones de abordaje. Cada lado maniobraría para intentar ganar la ventaja, trayendo más de sus naves para llevar para arriba cerca, y era esto que trajo la victoria inglesa en Sluys en 1340, la primera batalla importante de la guerra.

Sluys también demostró la importancia de los arqueros en el mar. Podrían llover fuego sobre las cubiertas enemigas, suavizando las cuadrillas enemigas antes de que los barcos se acercaran.

Fue cuando los barcos estuvieron uno al lado del otro, amarrados juntos para permitir que las fronteras cruzaran, que la acción real comenzó. Utilizando las mismas armas y armaduras con las que luchaban en tierra, los hombres se atacaron entre sí en los estrechos confines de las cubiertas de los barcos. Los hombres blindados cayeron al agua y se ahogaron. Incapaces de huir, los perdedores a menudo fueron acorralados y obligados a luchar hasta el último hombre.

Con su sangre, los vencedores podrían ser despiadados. En la batalla de Winchelsea en 1350, los ingleses lanzaron soldados y marineros franceses capturados por la borda. Muchos de estos hombres habrían estado usando armadura. Muchos no podían nadar incluso en las mejores circunstancias. El ahogamiento era casi seguro.

Los resultados eran a menudo muy unilaterales. En La Rochelle, en 1372, los castellanos mataron o capturaron a miles de ingleses y destruyeron casi toda su flota a cambio de pérdidas menores.

La guerra en el mar era brutal ya menudo ignorada por los que estaban en la costa, pero era vital para los combates de la Guerra de los Cien Años.

Fuentes:

  • Christopher Allmand (1989), The Hundred Years War: England and France at War c.1300 – c.1450.
  • Ian Mortimer (2008), The Time Traveller’s Guide to Medieval England.

miércoles, 6 de abril de 2016

SGM: El abordaje del U-515

“¡Al abordaje!”
Por El Contraalmirante D. V. Gallery





EN 1944, hallándome al mando de una fuerza operativa en el Atlántico, tomé parte en uno de los episodios más espectaculares de la segunda guerra mundial: el apresamiento de un submarino alemán. Por primera vez desde 1815 se daba el caso de que un buque de la armada estadounidense abordara y apresara en alta mar un barco de guerra enemigo. Tan inusitado fue el hecho, que en Washington recibieron al principio con incredulidad la noticia, máxime al informarles que habíamos tomado la vuelta de tierra llevando a remolque el submarino apresado.

Era nuestro barco el “Guadalcanal”, portaaviones de 11.000 toneladas que ostentaba en el puente, pintadas por nosotros, cuatro pequeñas cruces gamadas, la última de ellas soberbio emblema del mayor éxito logrado hasta entonces: el hundimiento de un submarino alemán de primera clase: el U-515.

Repasando el combate con el U-515 nos había llamado la atención esta circunstancia: el submarino no opuso resistencia; tampoco lo echaron a pique. El comandante y la dotación, al verse acorralados, tuvieron un solo pensamiento: salvar el pellejo. ¿Qué nos impediría entonces abordar y apresar un submarino al que hubiéremos forzado a salir a la superficie? ¿Por qué no ser nosotros quienes dieran renovada actualidad a la voz” ¡Al abordaje!” jamás oída en nuestros días a bordo de una nave de guerra?

Cuando el submarino al que se ha dado caza tiene por fin que emerger, se desencadenan las furias todas del combate. La fiera está acorralada. A veces sale a la superficie atacando. En las últimas convulsiones de la agonía, dispara a diestra y siniestra. A veces abren las escotillas y asoman pequeños bultos negros que uno tras otro se arrojan al mar. Pero no es cosa de andarse con ceremonias hasta saber si el enemigo está o no dispuesto a rendirse. Los destructores dan avante a toda máquina, y zigzagueando vertiginosamente atacan con todo cuanto tienen. Como jauría que acosa a un oso, se lanzan los aviones a hostigar con sus ametralladoras al submarino. Bombas de profundidad, cohetes, granadas perforantes, torpedos, lo acribillan por todas partes.

Tal vez el submarino ha salido dispuesto a rendirse; pero uno no se puede guiar por simples suposiciones: una equivocación cuesta muy cara. Hay que acabar con él. En un radio de cinco millas, un submarino herido es una fiera peligrosísima. Sus torpedos pueden convertir al mejor de los buques en llameante brulote. Media docena de esos peces mecánicos lanzados por la dotación a tiempo de abandonar el sumergible, cruzarán velozmente por espacio de unos veinte minutos llevando consigo la muerte instantánea.

Abordar y apresar un submarino era, según se ve, empresa arriesgada si las hay. Pero valía la pena acometerla por si lográbamos hallar a bordo de la nave enemiga los códigos de señales. Esto permitiría a la dirección de comunicaciones navales de Washington interceptar y descifrar las radiocomunicaciones de los submarinos nazis.

En la primera reunión de oficiales que tuvimos en Washington antes de salir de nuevo al mar, esbocé mi plan. Los expertos lo acogieron con frialdad. Vi que algunos cambiaban miradas de inteligencia y llevándose el índice a la sien lo hacían girar significativamente. Al fin quedó acordado que no teníamos por qué echar a pique un submarino enemigo que hubiese salido a la superficie. Ya se cuidarían los mismos nazis de abrir los grifos de inundación antes de abandonar su nave. Nuestro plan consistiría en emplear las piezas de pequeño calibre para obligar a la dotación a abandonar el submarino, entrar entonces nosotros a bordo y cerrar los grifos.

En la mañana del domingo 4 de junio, hallándonos a 100 millas de la Costa del África Occidental Francesa, a la altura de Cabo Blanco, el altavoz de la radio anunció de pronto: “Chatelain” a Comandante de la Escuadra. Creo haber establecido contacto hidrofónico”.

Todo contacto hidrofónico es cosa seria; así el “Guadalcanal” se alejó a toda máquina en tanto que los dos destroyers más cercanos se apartaban del portaaviones para acudir en apoyo del “Chatelain”. El “Guadalcanal”, lo mismo que cualquier otro portaaviones, habría hecho en un combate con submarinos papel muy semejante al de una abuela en una riña entre marineros.




El comandante del “Chatelain” avisaba ahora: “Contacto hidrofónico señala presencia submarino. Disponiéndome a atacar”. Nuestros dos cazas “Wildcat”, que habían despegado hacia el “Chatelain”, volaban ahora describiendo círculos, como dos gavilanes. Al avistar la larga y ahusada silueta del submarino, que navegaba completamente sumergido, señalaron la posición de la nave enemiga al “Chatelain”, que maniobrando hasta ponerse a tiro lanzó a los nazis una buena ración de bombas de profundidad.

Empezaba a calmarse la conmoción producida en el mar por las explosiones, cuando el alférez J. W. Cadle, que iba en uno de los cazas, avisó por radio: “Han hecho blanco. El submarino empieza a subir”.

A los doce minutos y treinta segundos de haberse recibido el primer aviso del “Chatelain” asomó en la superficie del mar el siniestro casco negro. Cuando emergió por completo, en tanto que se levantaban aún en torno suyo los surtidores producidos por las bombas de profundidad, el “Chatelain”, el “Pillsbury” y el “Jenks” abrieron fuego, pero solamente con la artillería de pequeño calibre, conforme al plan acordado. Los dos cazas “Wildcat” entraron en picada y arrojaron contra el submarino un torrente de proyectiles de sus ametralladoras de calibre 50. Nada de esto podía ocasionar en el casco de la nave enemiga averías que afectasen su flotabilidad.

Supimos más adelante que los nazis acababan de sentarse a la mesa para saborear el almuerzo del domingo, cuando las explosiones de las bombas de profundidad los echaron a rodar por el suelo entre revueltos montones de comida y pedazos de vajilla. Convencidos de que el submarino se iba a pique, corrieron todos hacia la escotilla de escape. El aturrullado comandante dio en eso la orden de subir a la superficie, abrir los grifos de inundación y abandonar la nave. Concluímos por pescar a toda la dotación nazi de entre las olas y llevarla a bordo del “Chatelain”, desde la cubierta del cual siguieron los alemanes con sombría mirada el resto de los acontecimientos.

En cuanto vi que el submarino salía a flote me dije: ¡Ahora es la tuya! Y echando mano al micrófono lancé la antigua voz de mando nunca hasta entonces oída por los altoparlantes de un barco de guerra moderno: “¡Al abordaje!”




Nuestro atrevido plan nos salió a maravilla. En su prisa por abandonar la nave, los alemanes dejaron funcionando los motores. El submarino seguía navegando a ocho nudos. Arriamos las lanchas. El teniente A. L. David, del “Pillsbury”, fue el primero que saltó de una lancha de abordaje al submarino.

Al poner pie en el U-505, tanto el teniente como los hombres a su mando se jugaban la vida. Tenían fundados motivos para suponer que cuando bajasen al interior de la nave los recibirían con una granizada de balas. No ignoraban, por otra parte, que generalmente los submarinos alemanes estaban equipados con 14 cargas de demolición con espoletas de tiempo, y les era imposible leer los instrumentos alemanes. Sin embargo, bajaron resueltamente por la escalerilla de la torre de vigía, listos a habérselas con lo que fuese. Y, para sorpresa suya, se hallaron dueños absolutos de la nave. Esto es, dueños absolutos... ¡si una explosión no hacía saltar en pedazos al U-505!

En la cámara central de mando una toma de agua estaba dando paso a un chorro de 15 centímetros, que en pocos minutos más habría hecho zozobrar el submarino. Los hombres del teniente David encontraron el cierre y taparon sin pérdida de tiempo la toma.




El “Guadalcanal” comunicó en este punto a los del U-505: “Paren los motores. Vamos a remolcarlos”. Apenas cesaron de funcionar los motores el submarino empezó a hundirse de popa. No perdimos instante en acercarnos y largar un cable de remolque. El feo hocico del submarino, con sus cuatro tubos lanzatorpedos cargados, rozaba casi la banda del “Guadalcanal”. “Dios mío —imploré fervorosamente— ese puñado de muchachos que tengo en el submarino son muy amigos de curiosearlo todo. ¡Que no les dé por meterse con el mecanismo de lanzamiento!” Todo fue que echásemos a andar llevándolo a remolque para que el U-505 sacase la popa fuera del agua.

Los que estaban a bordo del submarino procedieron febrilmente a quitar las conexiones eléctricas de las cargas de demolición, a buscar las trampas explosivas y a sacar del submarino cuanto documento encontraban, cosa que no los perdiésemos si el U-505 llegaba a zozobrar.

Aunque firmemente asegurado con los cables de remolque, el submarino se comportaba como potro bravo. En vez de seguir la estela, se desviaba de continuo hacia la derecha. Sospeché que el timón estuviese trabado; y esto, unido al aviso de que habían hallado una trampa explosiva, me decidió a ir allá. Siendo yo, por designación propia, “oficial encargado de las trampas explosivas”, que hubiesen dado con una me venía de perillas para justificar mi presencia a bordo del U-505.

Encontré la trampa conectada con la puerta hermética de la cámara de torpedos de popa de tal modo que la puerta no se podía abrir sin hacerla estallar. Y teníamos que entrar en esa cámara para destrabar el timón. Conforme a todas las reglas, yo hubiera debido ordenar que se retirasen todos antes de ponerme a desconectar el dispositivo de explosión. Pero el tiempo urgía, y por otra parte, quien acomete tareas como esa se siente mejor estando acompañado que estando solo. Así, pues, con dos de nuestros hombres haciendo —y no sin ansiedad— de mirones, desenganché con sumo cuidado el dispositivo. Las sonrisas llegaban de oreja a oreja cuando abrimos la puerta y no sucedió nada.

De vuelta en el “Guadalcanal” izamos en el palo mayor la tradicional escoba (que para la armada quiere decir: “Hemos hecho un buen barrido”) y pusimos proa a Bermuda.

Washington había ordenado absoluta reserva en todo cuanto se relacionase con nuestra noticia. Reuní a mis hombres y les expliqué que mantener secreto el apresamiento podría ser decisivo para la suerte de la guerra. Habíamos hallado en el submarino cinco torpedos acústicos. Nuestros técnicos no tardarían en inventar medios de contrarrestar ese artificio con que el enemigo había causado tantos estragos en nuestros barcos. Más importante todavía: teníamos también los códigos de señales de los nazis, y era esencial que esto no llegase a oídos de Alemania porque entonces los cambiaría inmediatamente. “De nada les servirían a ustedes —concluí diciéndoles— las cosas que hayan guardado como recuerdos del submarino, si a nadie pueden mostrarlas. Todos los que hayan cogido algo entréguenlo mañana, y estén seguros que no se les pedirán explicaciones”.

Al día siguiente los objetos devueltos formaban la más abigarrada colección imaginable. No me explico cómo les alcanzó el tiempo a los muchachos para cerrar válvulas, desconectar alambres de bombas explosivas, y al mismo tiempo apoderarse de tantas cosas.

Llegamos a Bermuda el 19 de junio. Me satisface muy particularmente la manera cómo nuestras dotaciones supieron guardar el secreto, aún cuando esto nos obligase, cuando volvimos a los Estados Unidos, a no decir palabra del suceso más interesante de nuestra vida. Y tan completa fue la reserva de todos que todavía hay a estas horas historias de la guerra pasada que ni siquiera mencionan ese episodio.


U-515 se hunde

Una vez en posesión de los códigos de señales tomados en el U-505, nuestros expertos de Washington pudieron interceptar las radiocomunicaciones de los submarinos alemanes y enterarse de su contenido con igual facilidad que si hubieran estado en lenguaje común y corriente. Teníamos ahora en nuestro poder todos los mapas, instrucciones, directivas y códigos de señales que lleva a bordo un submarino alemán en campaña. Aunque los nazis cambiaban periódicamente su código de señales, en el que les habíamos tomado constaban las claves correspondientes a cada cambio. Para la sección de información de la Armada, el apresamiento del U-505 fue el gran acontecimiento de la segunda guerra mundial.

sábado, 12 de diciembre de 2015

El abordaje de un fuerte terrestre

Cuando la Armada española protagonizó el primer y único caso de abordaje a una posición terrestre

Por JORGE ALVAREZ - La Brújula Verde



 Insolito abordaje goleta Constancia fuerte Pagalungan

A mediados de los años sesenta del siglo XIX, las islas Filipinas constituían uno de los territorios de ultramar españoles menos colonizados y más difíciles de controlar de todo lo que quedaba de imperio colonial. La razón era puramente geográfica: el archipiélago está compuesto por cerca de siete mil islas, la mayoría de las cuales no tenía presencia hispana. Ello facilitaba que se convirtieran en auténticas bases para la piratería local, toda una forma de vida.


Las luchas para intentar reducirla o, al menos, mantenerla a raya, fueron constantes a lo largo de esa centuria, si bien esa conflictividad entre ambas partes se había mantenido desde el siglo XVI. Los piratas filipinos eran musulmanes, de ahí que se los conociera popularmente como moros, aunque se trataba de gente procedente de la mezcla de las numerosas etnias nativas de la región, entre tagalos, malayos, árabes y chinos. Si bien practicaban la agricultura, ésta se dejaba normalmente en manos de mujeres y esclavos, dedicándose los hombres al asalto, tanto de barcos como de localidades costeras.

A partir de 1840, la Armada emprendió diversas campañas contra ellos, atacando los sultanatos que se desperdigaban en torno a Joló. Derrotarlos en combate podía ser más o menos costoso pero los enfrentamientos terminaban siempre con victoria española, por su superioridad tecnológica, naval y militar en general. Sin embargo, dada la imposibilidad de mantener guarniciones sobre el terreno, el problema se reproducía una y otra vez, como la hidra de siete cabezas. De hecho, la piratería mora no se extinguió hasta comienzos del siglo XX, con Filipinas ya en poder estadounidense, e incluso hoy pervive su belicoso espíritu bajo una forma de nacionalismo islamista en la isla de Mindanao, a cargo del Frente Moro de Liberación Islámica.

Pero hay un momento que me parece especialmente curioso, tanto desde el punto de vista histórico como del militar y es el asalto a Pagalungán. Tuvo lugar en 1859, cuando el gobernador español, ante un rebrote de las razzias moras, organizó una flota con el objetivo de atacar dicho lugar, un fuerte muy bien defendido que, si bien no andaba sobrado de tropa (medio millar de hombres), tenía una empalizada protegida por un gran terraplén y una trinchera, además de varios bastiones alrededor con otros mil soldados y abundantes lantacas (cañones artesanales). La naturaleza colaboraba en la defensa porque, con la pleamar, el agua llegaba hasta los muros, impidiendo un desembarco y el consiguiente ataque por tierra.

La forma en que se salvó este último detalle es la que resulta especialmente fascinante al estudiar ese capítulo. El coronel José Ferrater envió dos columnas, una por tierra a las órdenes del comandante Moscoso, que tuvo que dar media vuelta ante la imposibilidad de avanzar por un impracticable terreno pantanoso, y la otra remontando el río en lanchas, al mando del teniente Méndez Núñez (que alcanzaría gran celebridad en 1865 en la Guerra del Pacífico), que consiguió tomar posiciones muy cerca de los muros.


La Goleta Constancia

Las hostilidades se desataron cuando los barcos españoles empezaron a bombardear Pagalungán como cobertura de la carga de las tropas terrestres. Luego, tres cañoneros lograron romper las cadenas que cerraban el acceso al río y se dio orden a la goleta Constancia de que se lanzara a toda máquina contra la posición con sus marinos encaramados a jarcias y vergas; entre ellos figuraban dos alféreces que también se harían famosos décadas después, al perder sus escuadras contra Estados Unidos en Cuba y Cavite (1898): Pascual Cervera y Patricio Montojo respectivamente.

Al llegar a las murallas, los trozos de abordaje pasaron del barco al fuerte, unos corriendo sobre tablas tendidas ad hoc, otros haciéndolo sobre el bauprés, ante el estupor de los defensores moros. La misma naturaleza que garantizaba la defensa fue su perdición. Pagalungán fue tomada y destruida junto con el resto de bastiones y la flota de praos enemigos, aunque la piratería aún duraría medio siglo. Pero la Constancia protagonizó así el primer y único caso conocido de abordaje a una posición terrestre.