Por El Contraalmirante D. V. Gallery
EN 1944, hallándome al mando de una fuerza operativa en el Atlántico, tomé parte en uno de los episodios más espectaculares de la segunda guerra mundial: el apresamiento de un submarino alemán. Por primera vez desde 1815 se daba el caso de que un buque de la armada estadounidense abordara y apresara en alta mar un barco de guerra enemigo. Tan inusitado fue el hecho, que en Washington recibieron al principio con incredulidad la noticia, máxime al informarles que habíamos tomado la vuelta de tierra llevando a remolque el submarino apresado.
Era nuestro barco el “Guadalcanal”, portaaviones de 11.000 toneladas que ostentaba en el puente, pintadas por nosotros, cuatro pequeñas cruces gamadas, la última de ellas soberbio emblema del mayor éxito logrado hasta entonces: el hundimiento de un submarino alemán de primera clase: el U-515.
Repasando el combate con el U-515 nos había llamado la atención esta circunstancia: el submarino no opuso resistencia; tampoco lo echaron a pique. El comandante y la dotación, al verse acorralados, tuvieron un solo pensamiento: salvar el pellejo. ¿Qué nos impediría entonces abordar y apresar un submarino al que hubiéremos forzado a salir a la superficie? ¿Por qué no ser nosotros quienes dieran renovada actualidad a la voz” ¡Al abordaje!” jamás oída en nuestros días a bordo de una nave de guerra?
Cuando el submarino al que se ha dado caza tiene por fin que emerger, se desencadenan las furias todas del combate. La fiera está acorralada. A veces sale a la superficie atacando. En las últimas convulsiones de la agonía, dispara a diestra y siniestra. A veces abren las escotillas y asoman pequeños bultos negros que uno tras otro se arrojan al mar. Pero no es cosa de andarse con ceremonias hasta saber si el enemigo está o no dispuesto a rendirse. Los destructores dan avante a toda máquina, y zigzagueando vertiginosamente atacan con todo cuanto tienen. Como jauría que acosa a un oso, se lanzan los aviones a hostigar con sus ametralladoras al submarino. Bombas de profundidad, cohetes, granadas perforantes, torpedos, lo acribillan por todas partes.
Tal vez el submarino ha salido dispuesto a rendirse; pero uno no se puede guiar por simples suposiciones: una equivocación cuesta muy cara. Hay que acabar con él. En un radio de cinco millas, un submarino herido es una fiera peligrosísima. Sus torpedos pueden convertir al mejor de los buques en llameante brulote. Media docena de esos peces mecánicos lanzados por la dotación a tiempo de abandonar el sumergible, cruzarán velozmente por espacio de unos veinte minutos llevando consigo la muerte instantánea.
Abordar y apresar un submarino era, según se ve, empresa arriesgada si las hay. Pero valía la pena acometerla por si lográbamos hallar a bordo de la nave enemiga los códigos de señales. Esto permitiría a la dirección de comunicaciones navales de Washington interceptar y descifrar las radiocomunicaciones de los submarinos nazis.
En la primera reunión de oficiales que tuvimos en Washington antes de salir de nuevo al mar, esbocé mi plan. Los expertos lo acogieron con frialdad. Vi que algunos cambiaban miradas de inteligencia y llevándose el índice a la sien lo hacían girar significativamente. Al fin quedó acordado que no teníamos por qué echar a pique un submarino enemigo que hubiese salido a la superficie. Ya se cuidarían los mismos nazis de abrir los grifos de inundación antes de abandonar su nave. Nuestro plan consistiría en emplear las piezas de pequeño calibre para obligar a la dotación a abandonar el submarino, entrar entonces nosotros a bordo y cerrar los grifos.
En la mañana del domingo 4 de junio, hallándonos a 100 millas de la Costa del África Occidental Francesa, a la altura de Cabo Blanco, el altavoz de la radio anunció de pronto: “Chatelain” a Comandante de la Escuadra. Creo haber establecido contacto hidrofónico”.
Todo contacto hidrofónico es cosa seria; así el “Guadalcanal” se alejó a toda máquina en tanto que los dos destroyers más cercanos se apartaban del portaaviones para acudir en apoyo del “Chatelain”. El “Guadalcanal”, lo mismo que cualquier otro portaaviones, habría hecho en un combate con submarinos papel muy semejante al de una abuela en una riña entre marineros.
El comandante del “Chatelain” avisaba ahora: “Contacto hidrofónico señala presencia submarino. Disponiéndome a atacar”. Nuestros dos cazas “Wildcat”, que habían despegado hacia el “Chatelain”, volaban ahora describiendo círculos, como dos gavilanes. Al avistar la larga y ahusada silueta del submarino, que navegaba completamente sumergido, señalaron la posición de la nave enemiga al “Chatelain”, que maniobrando hasta ponerse a tiro lanzó a los nazis una buena ración de bombas de profundidad.
Empezaba a calmarse la conmoción producida en el mar por las explosiones, cuando el alférez J. W. Cadle, que iba en uno de los cazas, avisó por radio: “Han hecho blanco. El submarino empieza a subir”.
A los doce minutos y treinta segundos de haberse recibido el primer aviso del “Chatelain” asomó en la superficie del mar el siniestro casco negro. Cuando emergió por completo, en tanto que se levantaban aún en torno suyo los surtidores producidos por las bombas de profundidad, el “Chatelain”, el “Pillsbury” y el “Jenks” abrieron fuego, pero solamente con la artillería de pequeño calibre, conforme al plan acordado. Los dos cazas “Wildcat” entraron en picada y arrojaron contra el submarino un torrente de proyectiles de sus ametralladoras de calibre 50. Nada de esto podía ocasionar en el casco de la nave enemiga averías que afectasen su flotabilidad.
Supimos más adelante que los nazis acababan de sentarse a la mesa para saborear el almuerzo del domingo, cuando las explosiones de las bombas de profundidad los echaron a rodar por el suelo entre revueltos montones de comida y pedazos de vajilla. Convencidos de que el submarino se iba a pique, corrieron todos hacia la escotilla de escape. El aturrullado comandante dio en eso la orden de subir a la superficie, abrir los grifos de inundación y abandonar la nave. Concluímos por pescar a toda la dotación nazi de entre las olas y llevarla a bordo del “Chatelain”, desde la cubierta del cual siguieron los alemanes con sombría mirada el resto de los acontecimientos.
En cuanto vi que el submarino salía a flote me dije: ¡Ahora es la tuya! Y echando mano al micrófono lancé la antigua voz de mando nunca hasta entonces oída por los altoparlantes de un barco de guerra moderno: “¡Al abordaje!”
Nuestro atrevido plan nos salió a maravilla. En su prisa por abandonar la nave, los alemanes dejaron funcionando los motores. El submarino seguía navegando a ocho nudos. Arriamos las lanchas. El teniente A. L. David, del “Pillsbury”, fue el primero que saltó de una lancha de abordaje al submarino.
Al poner pie en el U-505, tanto el teniente como los hombres a su mando se jugaban la vida. Tenían fundados motivos para suponer que cuando bajasen al interior de la nave los recibirían con una granizada de balas. No ignoraban, por otra parte, que generalmente los submarinos alemanes estaban equipados con 14 cargas de demolición con espoletas de tiempo, y les era imposible leer los instrumentos alemanes. Sin embargo, bajaron resueltamente por la escalerilla de la torre de vigía, listos a habérselas con lo que fuese. Y, para sorpresa suya, se hallaron dueños absolutos de la nave. Esto es, dueños absolutos... ¡si una explosión no hacía saltar en pedazos al U-505!
En la cámara central de mando una toma de agua estaba dando paso a un chorro de 15 centímetros, que en pocos minutos más habría hecho zozobrar el submarino. Los hombres del teniente David encontraron el cierre y taparon sin pérdida de tiempo la toma.
El “Guadalcanal” comunicó en este punto a los del U-505: “Paren los motores. Vamos a remolcarlos”. Apenas cesaron de funcionar los motores el submarino empezó a hundirse de popa. No perdimos instante en acercarnos y largar un cable de remolque. El feo hocico del submarino, con sus cuatro tubos lanzatorpedos cargados, rozaba casi la banda del “Guadalcanal”. “Dios mío —imploré fervorosamente— ese puñado de muchachos que tengo en el submarino son muy amigos de curiosearlo todo. ¡Que no les dé por meterse con el mecanismo de lanzamiento!” Todo fue que echásemos a andar llevándolo a remolque para que el U-505 sacase la popa fuera del agua.
Los que estaban a bordo del submarino procedieron febrilmente a quitar las conexiones eléctricas de las cargas de demolición, a buscar las trampas explosivas y a sacar del submarino cuanto documento encontraban, cosa que no los perdiésemos si el U-505 llegaba a zozobrar.
Aunque firmemente asegurado con los cables de remolque, el submarino se comportaba como potro bravo. En vez de seguir la estela, se desviaba de continuo hacia la derecha. Sospeché que el timón estuviese trabado; y esto, unido al aviso de que habían hallado una trampa explosiva, me decidió a ir allá. Siendo yo, por designación propia, “oficial encargado de las trampas explosivas”, que hubiesen dado con una me venía de perillas para justificar mi presencia a bordo del U-505.
Encontré la trampa conectada con la puerta hermética de la cámara de torpedos de popa de tal modo que la puerta no se podía abrir sin hacerla estallar. Y teníamos que entrar en esa cámara para destrabar el timón. Conforme a todas las reglas, yo hubiera debido ordenar que se retirasen todos antes de ponerme a desconectar el dispositivo de explosión. Pero el tiempo urgía, y por otra parte, quien acomete tareas como esa se siente mejor estando acompañado que estando solo. Así, pues, con dos de nuestros hombres haciendo —y no sin ansiedad— de mirones, desenganché con sumo cuidado el dispositivo. Las sonrisas llegaban de oreja a oreja cuando abrimos la puerta y no sucedió nada.
De vuelta en el “Guadalcanal” izamos en el palo mayor la tradicional escoba (que para la armada quiere decir: “Hemos hecho un buen barrido”) y pusimos proa a Bermuda.
Washington había ordenado absoluta reserva en todo cuanto se relacionase con nuestra noticia. Reuní a mis hombres y les expliqué que mantener secreto el apresamiento podría ser decisivo para la suerte de la guerra. Habíamos hallado en el submarino cinco torpedos acústicos. Nuestros técnicos no tardarían en inventar medios de contrarrestar ese artificio con que el enemigo había causado tantos estragos en nuestros barcos. Más importante todavía: teníamos también los códigos de señales de los nazis, y era esencial que esto no llegase a oídos de Alemania porque entonces los cambiaría inmediatamente. “De nada les servirían a ustedes —concluí diciéndoles— las cosas que hayan guardado como recuerdos del submarino, si a nadie pueden mostrarlas. Todos los que hayan cogido algo entréguenlo mañana, y estén seguros que no se les pedirán explicaciones”.
Al día siguiente los objetos devueltos formaban la más abigarrada colección imaginable. No me explico cómo les alcanzó el tiempo a los muchachos para cerrar válvulas, desconectar alambres de bombas explosivas, y al mismo tiempo apoderarse de tantas cosas.
Llegamos a Bermuda el 19 de junio. Me satisface muy particularmente la manera cómo nuestras dotaciones supieron guardar el secreto, aún cuando esto nos obligase, cuando volvimos a los Estados Unidos, a no decir palabra del suceso más interesante de nuestra vida. Y tan completa fue la reserva de todos que todavía hay a estas horas historias de la guerra pasada que ni siquiera mencionan ese episodio.
Una vez en posesión de los códigos de señales tomados en el U-505, nuestros expertos de Washington pudieron interceptar las radiocomunicaciones de los submarinos alemanes y enterarse de su contenido con igual facilidad que si hubieran estado en lenguaje común y corriente. Teníamos ahora en nuestro poder todos los mapas, instrucciones, directivas y códigos de señales que lleva a bordo un submarino alemán en campaña. Aunque los nazis cambiaban periódicamente su código de señales, en el que les habíamos tomado constaban las claves correspondientes a cada cambio. Para la sección de información de la Armada, el apresamiento del U-505 fue el gran acontecimiento de la segunda guerra mundial.
Otro episodio de la guerra submarina apenas conocido: U-111 versus HMS Lady Shirley
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