El capitán Hipólito Bouchard nunca fue un hombre de suerte. Fue marino, corsario y granadero de San Martín. Aún así, los argentinos seguimos sabiendo muy poco sobre este hombre notable. Su historia inicia una serie de notas sobre “Corsarios de nuestra Independencia”. TEXTOS. DANIEL CICHERO (*)
El hombre bien pudo dedicarse a fabricar corchos, como su padre. Hubiera sido una vida previsible y ordenada en el bello sur de Francia. Pero no. A los 18, se enroló en la Armada de su tierra y desde entonces su vida quedó aferrada al mar.
Luchó en Egipto a las órdenes de Napoleón, pero luego fue enviado a aplastar la revolución libertaria de los negros haitianos. Las masacres de “su” Francia en América lo forzaron a otros caminos. Se radicó un tiempo en los Estados Unidos y luego emigró al Río de la Plata en 1809, donde ya se horneaba una revolución.
De ideas republicanas, la Junta lo nombró como segundo al mando de la improvisada primera flota nacional, que fue derrotada en San Nicolás en febrero de 1811. Pudo ser el final de Bouchard, porque él mismo quiso volar el polvorín de su nave, al ver que su propia gente se arrojaba al río para abandonar la lucha. Al hombre nunca le faltó valor.
En 1812, se integró como teniente de los Granaderos a Caballo y participó en San Lorenzo, donde capturó la bandera realista. (Ver “Parte del combate...”). En premio a su valor, la Asamblea le concedió la ciudadanía de las Provincias Unidas.
Una guerra privada
Aunque cuando se habla de corsarios, se suele pensar en los países europeos, en el mar la guerra de la Independencia se alimentó en gran medida con actividad corsaria. En especial, luego de la victoria de Brown en Montevideo en 1814, cuando el país abandonó la idea de sostener una flota del Estado.
En 1815, Bouchard a bordo de la corbeta Halcón integró la escuadra corsaria al mando de Brown que atacó El Callao y Guayaquil. Los corsarios Brown y Bouchard se encontraron en isla Mocha, al sur de Chile, luego de que ambos casi naufragaran durante una feroz tempestad en el cruce del cabo de Hornos. En la ruta al Perú, apresaron dos naves españolas y luego comenzaron un bloqueo y bombardeo a El Callao, el principal puerto español en América de Sur. Pero además, la expedición comenzó a ofrecer buenas ganancias con la captura de otras dos importantes presas, las fragatas españolas Candelaria y Consecuencia. Sin nada ya que ganar en Perú, la escuadra corsaria partió al norte rumbo a Guayaquil.
La relación entre ambos capitanes era, sin embargo, pésima. Brown quería tomar la ciudad y Bouchard quería cazar barcos. Por eso, cuando Brown y 40 hombres fueron tomados prisioneros por los realistas en el intento en Ecuador, los corsarios tuvieron que desprenderse de casi todas las presas para pagar su rescate. Fue el final, el contrato entre ambos quedó como un papel inservible. Ambos hicieron las cuentas en las Galápagos y luego cada uno siguió por su camino. Bouchard incluso le cedió su nave a Brown a cambio de conservar su nuevo amor: la fragata Consecuencia, que más tarde sería rebautizada La Argentina. Con ella haría historia.
Pensando en grande
Bouchard tenía en mente una campaña enorme. Quería instalarse en la activa ruta comercial que unía a España con las Filipinas y luego cruzar todo el Pacífico para atacar cada puerto desde México hasta Chile. Un viaje de guerra alrededor del mundo.
Se reclutaron 180 hombres y siete oficiales. La plana mayor de La Argentina quedó monopolizada por un francés y siete apellidos ingleses: Sommers; Sheppard, Thompson, Oliver, Miller, Burges y Greyssac. Entre “los de arriba”, el oriental José María Píriz, el jefe de los soldados, quedó como el único americano.
Entre “los de abajo” la tripulación quedó como siempre- conformada por gente de adentro y de las afueras de la ley llegados de todas partes. Entre ellos, hacía su debut un joven de 15 años que se haría leyenda en las páginas navales argentinas: Tomás Espora.
Bouchard zarpó el 9 de julio de 1817, lleno de ambiciones de gloria, y con una copia del Acta del Independencia. La Argentina
navegó hacia el cabo de Buena Esperanza en busca de los navíos de la Compañía de Filipinas, pero la llamativa ausencia de veleros españoles lo indujo a hacer una escala en Tamatave, un puerto de la costa oriental de Madagascar. Allí se produjo un extraño episodio.
Un oficial británico se presentó a Bouchard para pedirle apoyo y evitar que zarpen cuatro buques negreros allí anclados. El corsario accedió y se sostuvo diez días en ese rincón africano hasta la llegada un navío inglés que continuaría con el cometido. Después de este suceso, La Argentina levó anclas, no sin antes apropiarse del armamento y los víveres de los traficantes.
Lo que faltaba
La nave retomó el rumbo nordeste, pero durante el trayecto se desató una tremenda epidemia de escorbuto. Precisamente en el estrecho del Sonda (separa a Java de Sumatra), el sacerdote y cirujano, Bernardo Copacabana, ensayó un inusual procedimiento de cura: hizo enterrar hasta el cuello a los enfermos en la playa para que los cuerpos “recobraran las sustancias perdidas durante la travesía”. Más de 30 hombres murieron en una sola noche. Un desastre que anunciaría a otro, tan cercano como inesperado, en los peligrosos mares de Indonesia.
La región estaba plagada de piratas locales que se movían en ágiles proas a remo. En la mañana del 7 de diciembre, el vigía avistó cinco de estas naves y horas más tarde los piratas indonesios se lanzaron al abordaje de La Argentina.
La ya maltrecha tripulación debió soportar un combate cuerpo a cuerpo en su propia cubierta de la que a duras penas- salieron airosos. Un consejo de guerra juzgó sumariamente a los prisioneros y todos, salvos los más jóvenes, fueron sentenciados a muerte. La ejecución fue extraña: se cañoneó a la nave pirata con su gente amarrada a bordo. Hasta hundirla.
Tras seis meses de penurias, La Argentina llegó el 31 de enero de 1818 a las proximidades de Manila (Filipinas). Durante los dos meses siguientes apresaría y hundiría a 16 mercantes.
La suerte había cambiado, pero un tifón y su resaca los sacó para siempre del Mar de la China y Bouchard decidió entonces un enorme regreso a América a través de todo el Pacífico.
Una incidental escala en Hawai haría historia.
(Continuará en la próxima edición)
(*) Periodista y escritor
en la batalla de San Lorenzo
En uno de sus fragmentos, el parte de la batalla de San Lorenzo que escribió José de San Martín dice textualmente: “(...) Los enemigos hicieron no obstante una esforzada resistencia sostenida por los fuegos de los buques, pero al no ser capaz de contener el intrépido arrojo con que los granaderos cargaron sobre ellos sable en mano (...) se replegaron en fuga a las bajadas dejando en el campo de batalla 40 muertos, 14 prisioneros de ellos, 12 heridos, 2 cañones, 40 fusiles, 4 bayonetas, y una bandera que pongo en manos de V.E. que la arrancó con la vida al abanderado el valiente oficial D. Hipólito Bouchard (...)”.
San Lorenzo, febrero 3 de 1813
Coronel José de San Martín